Quizá -y se solicitan disculpas por las inmodestias y ahumildades que están a punto de escribirse-, el secreto de una gran novela sea un mejor comienzo. Esos comienzos que, como la canción que tanto rueda por charts radiales y canales musicales del grupo Ella es tan cargosa, están ya comenzados: se inician como por la mitad, están siempre dispuestos a echarnos en cara que hubo ruidos y silencios que pre-cedieron ese comienzo, del que nosotros, simples y tristes mortales, nos encontramos vedados.
Por dar ejemplos contemporáneos, de dos considerados jóvenes que en realidad dejaron de serlo hace mucho tiempo, una cosa es el comienzo de la novela Historia del llanto (2007) de Alan Pauls –más allá de su acercamiento estratégico y tratamiento superficial de los setentas y la opción política por la lucha armada-, y otra cosa, muy distinta, es el inicio de la novela Ciencias morales (2007) de Martín Kohan –independientemente, también, de su significativa y comunitaria necesidad subjetivoliteraria de tallar y remachar su pertenencia secundaria al Colegio Nacional de Buenos Aires-. Y un comienzo de novela es muy diferente al de la otra porque, como solía repetir el personaje de Panigassi –Juan Leyrado- en la populista-costumbrista serie Gasoleros del noventista-multimediático Canal 13, una cosa es una cosa y otra cosa es otra cosa. Entonces, una cosa es un comienzo que capta la atención del proyectado lector y lo invita a dejar el texto en caso de poder hacerlo, como puede leerse en la última novelita de Pauls, y otra cosa es un inicio más preocupado por continuar la serie temática que se inició en las primeras novelas -y por dejar bien clarito el colegio en el que se cursaron estudios secundarios-, como se lee en la última novela de Kohan.
Kohan y Pauls, alguien tiene que realizar el escritural trabajo sucio de decirlo, son niños mimados tanto de la crítica literaria argentina como de la academia universitaria porteña. Ambos egresados de las aulas de Letras de
También, claro, pueden ser pensados como los literatos cuyos comienzos de novelas nos permiten avanzar hacia el bosquejo de las características imprescindibles que jamás deberían faltar en la redacción de la mejor novela del mundo. Un buen comienzo, atrapante y sensual, se encontraría entre ellas, desde ya. Un acercamiento no estratégico o conveniente, sino derrotista o desinteresado, hacia el tema en cuestión, también, claro. Un tratamiento profundo y obsesivo, y no superficial y generalista, sobre la temática, tampoco podría faltar, no. Un comienzo menos preocupado por prolongar series personales, o por remarcar personalísticamente trayectorias educativas autobiográficas, que por -como escribía Fontanarrosa- agarrar de las bolas –o los ovarios- al lector y provocarlo a que intente abandonar la novela porque su narrador está convencido de que no va a poder hacerlo -porque el inicio es interesante, sugerente y la mar en coche- también, por supuesto. En conclusión, un comienzo que sea una relativa buena canción empezada con una cadencia ya comenzada, o un inicio que resulte el sabor a vino o helado o caramelo de los labios que besamos, o -en fin- un comienzo que fuerce al lector que acaba de comenzar a leer la novela a convencerse que entre su inicio y su final no resta mucho, que quedan pocas páginas, que esta noche la termina.
Al fin y al cabo, un comienzo que, a fin de cuentas, sea también un final.
No hay comentarios:
Publicar un comentario