martes, 11 de noviembre de 2008

Alumnado, barrido y limpieza.


Un escritor no es tanto alguien que tiene algo para decir sino aquel que ha encontrado un proceso que proveerá nuevas ideas que no habría pensando si no se hubiera puesto a escribirlas (Stafford, 1982, en Carlino, 2005:26).

El cuatrimestre pasado –vaya vicio universitario el de contar el tiempo en plazos de cuatro meses-, en el marco de la materia Didáctica Específica y Aplicada. Cátedra: Gamarnik, del Profesorado en Enseñanza Media y Superior de Ciencias de la Comunicación de la Facultad de Ciencias Sociales de la Universidad de Buenos Aires –todas las acreditaciones juntas, una guía telefónica de ellas-, enmarcado en un ensayo autobiográfico sobre cualquier experiencia educativa significativa que hizo las veces de primera evaluación de la anual materia, intenté escribir sobre lo que intuía una paradoja personal –política, es decir, didáctica, o sea, didáctico-política- de sentirme profundamente atraído por el tipo de clases que las pedagogías desde críticas hasta revolucionarias –palabra cara a todo sub-30: ser joven y no ser revolucionario es una contradicción hasta biológica, decía Allende- analizaban o bien como reproductoras del injusto orden socio-económico o bien, directamente, como bancarias: es decir, un tipo de clases en donde el que se paraba o sentaba al frente –siempre al frente, nunca al costado, de suerte que todos miren a esa persona pero que ella no mire a nadie en particular, es decir, que pueda estar mirando a cualquiera- es el banco –de arena, de descanso, pero sobre todo- de erudición que, como un acreedor no usurero, un acreedor que más que esperar la devolución con interés tiene tiempo para observar la formación de los amorfos que va formando, derrama su sapiencia sobre las rapadas o desmelenadas cabezas situadas por encima de los impolutos o sucios delantales de los desalumbrados alumnos. Porque son alumnos, no estudiantes: es decir, seres sin luz, tabulas rasas, tablas rasas, y no hombres y mujeres con historias personales, familiares, sentimentales. Intenté escribir sobre esa paradoja político-pedagógica pero, vaya a saber uno porqué motivo, quizá porque uno escribe sobre lo que puede no sobre lo que quiere, tal vez porque uno escribe sobre lo que uno mismo se deja escribir, no pude hacerlo. No sabemos lo que puede un cuerpo, decía ese filósofo que luego tanto influenció a ese otro pensador que hablaba por igual de los gases empresariales como de las fugas bachianas. Es curioso que, en los recreos del Colegio Nacional Buenos Aires de los setentas, se reproducía Bach por los alto o bajo parlantes de los claustros. Porque no pude escribir sobre lo que quería voy a testear si, en este trabajo, puedo escribir sobre lo que deseo.

A mí, en mis cinco años y medio de cursada de carrera, me gustaban aquellas clases, esas clases en donde el docente –por lo general de teóricos, es decir, desde mil setecientos hasta cuatrocientos estudiantes (no alumnos) en un aula (no) preparada para no más de la mitad de los segundos, un aula que antes había sido fábrica, la famosa unión obrero-estudiantil- hablaba por el lapso de dos horas y no dejaba de hablar incluso cuando ya era la hora, y casi todos los estudiantes (no alumnos) tomando nota, apuntes, cuenta de lo tarde que es y que uno no viene a la facultad sólo a estudiar, también viene a ver compañeras y compañeros, a respetar menos que obedecer el profesional mandato paterno-filial de que los hijos de profesionales primero deben estudiar y después trabajar, viene a engustarse y enamorarse y amistarse y enemistarse con novias y novios y compañeros y compañeras, viene a coger, a tratar de acostarse con esa compañera que no dejo de mirar en las dos horas en las que el docente estuvo hablando y prácticamente no cedió la palabra y no preguntó si había críticas más que dudas, porque, ¿por qué (por lo general cuando el docente medio -de promedio, no de mediopelo, Jauretche no es el daimon que vela sobre nuestros hombros- perdió el hilo de la clase y necesita poco menos que un minuto para leer sus apuntes y así retomar el ariadnítico hilo de la misma) lo que siempre se les ocurre preguntar –lo que uno, en caso de alguna vez habitar esos claustros adolescentes de capital económico pero rebalsantes de capital simbólico y social, intentará no re-producir- es si hay dudas o preguntas, como si todo lo que cuatrocientos o mil setecientos estudiantes (no alumnos) pudieran tener que decir ante una clase sean dudas o preguntas? ¿Los estudiantes –los alumnos seguro que no- no tienen otra cosa para espetar más que dudas, consultas o -como se dice en España al cabo de las juntas de vecinos en las comunidades autoorganizadas- ruegos y preguntas? ¿No pueden, por caso, proferir críticas, quizá, diferencias, tal vez, disidencias, capaz? A mí me gustaban mucho esas clases. Todavía conservo los cuadernos que gasté en estos cinco años y medio, cuadernos con mala letra pero con buena fe. La fe es fundamental para una disciplina laica como la educación moderna.
El mes pasado, en el marco desmarcado –como un jugador que pierde la marca, un perseguido que se libra de su perseguidor, un estudiante que se aparta de las miradas estúpidamente disciplinarias de los preceptores o prefectos- de la residencia (no médica, para fortuna de los pacientes o impacientes pacientes) de la misma materia, residencia efectuada en el ISER en el marco de la materia Publicidad, discutimos –como se discute entre recién conocidos: más una conversación que una dis-puta- con el docente a cargo de la clase –el que muy amablemente nos abriera las puertas de la misma- sobre las conveniencias o impertinencias de darles teoría a jóvenes estudiantes de un terciario: por lo general, pocos años menores que uno, o contemporáneos –de la misma quinta o generación-, o levemente mayores. Los aquí escribientes, a modo de nada religiosa confesión, ya portan un cuarto de siglo. Lo cual, afortunada y peronistamente, todavía los incluye dentro de la categoría de los jóvenes sub-30. La discutida conversación, precisamente, era sobre categorías. Sobre la adecuación de impartirles –es decir, de partir el contenido a dar y luego, al momento de ser dado, volverlo a armar, como una mamushka de la que uno va juntando las partes una vez que le mostró a su hijo o hija cómo muchas cosas pueden caber dentro de una sola, como la pedagogía- autores –verbigracia: personas academicistamente vueltas autores- como Barthes.
Luego de haber dado cuatro de las seis clases previstas -y que las que hayan estado a cargo de uno fueran conservadas en la memoria (prontas a olvidarse, por absoluta necesidad) como un absoluto fracaso, un engendro didáctico-pedagógico, una tortura sobre estudiantes que aún si fueran alumnos no tendrían porqué soportar eso-, recordamos los esfuerzos del demente y asesino sociólogo francés –el que escribió sobre sobredeterminaciones, desplazamientos y condensaciones- por levantar cortinas de hierro o muros de adoquines o alambradas electrificadas entre el psicoanálisis y el marxismo de modo que no se confundieran, de forma que cada una tenga su objeto y su método y su campo, de suerte que si después –posmoderna o humanistamente- nos la damos de multi-trans-inter-disciplinarios lo hagamos desde lugares bien demarcados y meados, y, cuando recordamos eso, nos dimos cuenta –como una divina revelación- que bajo ningún punto de vista eso había sido exclusividad de sociólogos que intentaron –sin lograrlo, habiendo sido eso sólo propiedad de un filósofo alemán y de otro griego, el que escribía sobre la dialéctica entre lo instituido y los instituyente, al igual que lo otro tan didáctico-pedagógicamente recuperado- mixturar Freud y Marx, con el convencimiento de que el lenguaje se dividía y divide en signos, significados y significantes como si la palabra –por sí solita- no tuviera sentido, que también habían habido educólogos, comunicólogos y los restantes logos precedidos de las respectivas especificidades muy preocupados -como después de una separación- por dejar bien en claro qué es de cada uno, a quién le corresponde cada cosa.
Y, claro, esos sociólogos y educólogos y comunicólogos estaban ocupados en sus disciplinarios menesteres tanto como otros filósofos los desconsideraban para poder dedicarse a lo que les interesaba: escribir cuarenta páginas de correspondencia por día, es decir, reconocer la importancia de la palabra, independientemente de que esas cartas fueran de amor –esas cartas que o se contestan o se devuelven- o políticas, esas cartas que, aparentemente, a partir de determinado momento, dejaron de escribirse, y que, ahora, según un sociólogo recientemente fallecido, han vuelto a ser escritas. Si no es -como decía uno de los tres filósofos argelinos- que toda carta es de amor, que sólo se escribe para querer más. Por amor al mundo, diría Hanna Arendt, esa mujer que la señora Carrió pronuncia Anna Harendt. ¿Qué habrá leído y escrito Carrió en su infancia y adolescencia para pifiarle tan feo en la tan básica pronunciación de una mujer-autora tan conocida? O, mejor dicho, ¿qué no habrá leído? ¿Arendt, tal vez? ¿Harendt, quizá? ¿Qué sentido, para esa mujer –que no es esa mujer-, tendrán las palabras?

Sólo se puede hablar de alumnos –y, por ende también, de alumnado, esa palabra tan decimonónica- si se cree –consciente o inconscientemente, eso será mettier de los psicoanalistas, de la configuración psi- que sobre ellos hay que ejercer una tarea de barrido –de sus creencias anteriores, de sus historias personales, de los conocimientos que sus familias (en el caso de no ser clasemedieramente WAP, haber ido al macrista festival porteño de jazz o estar por ir al Coliseo a escuchar la Orquesta Sinfónica de Berlín) les han impartido-, luego de limpieza –para dejar limpio y claro el campo sobre el que luego se recolectará lo cosechado, una vez que los lifosatos mata humus familiares y barriales hayan sido combatidos por ecologistas prevenciones-, para, finalmente, proceder a la inscripción, la escritura, el tallado.
El a-lumno, además de des-alumbrado, medievalmente oscuro, cavernicolamente –cavernosamente- falto de luz, es un sujeto no sujeto, un ser que sería pensando por los racionales sistemas educativos modernos como sujeto de sus elecciones, consciente de sus derechos y obligaciones, pero que ya en la forma en que es nombrado -y la palabra ya revela tanto la prontitud con la que la denominación se arroja sobre nuestros rostros como que el mundo es la forma en que lo nombramos y que uno actúa (o no) sobre él de acuerdo con la forma en que lo piensa (y pensamos en palabras: es decir, de acuerdo con la forma en que lo nombra)- nos muestra todo lo contrario: que es imposible, antagónicamente contradictorio –esas contradicciones cuyos términos se oponen y no se potencian-, hablar de alumno pensando en un sujeto, o pensar un sujeto como alumno: o se es alumno y no se es sujeto, o se es sujeto y no se es alumno. El sujeto alumno –o el alumno sujeto- es un oxímoron, una contradicción de términos, un enunciado imposible. Y la didáctica, al menos de la forma en que algunos la entendemos, sería una materialista refutación de la idealidad del imposible: sería, entre otras muchas cosas, la posibilidad –la potencia, si se quiere recaer en lugares revisitados por la jergosa jerga académica- de enseñar cualquier cosa a cualquier persona. Pero, eso sí, consideramos que para que cualquier cosa pudiera ser enseñada a cualquier persona esta debe ser pensada –hablada, escrita- como estudiante –o, llegado el género, estudianta- no como alumna. Enseñarle algo a un alumno es como buscar el corazón de la cebolla, definir adentro y afuera del anillo de Moebius, pensar que el sol sale por el este y se pone por el oeste. Intentar enseñarle algo a un estudiante, con un estudiante, además del alma matter de la didáctica, es una tarea política, un emprendimiento político-ideológico, un proyecto –una proyección hacia el futuro- personal pero también generacional.
Una de las frases más inteligentes que escuché –no leí- en los últimos meses –y eso que cuatro meses es mucho tiempo en la vida de un sub-treinta- fue alguien diciéndome que no era casual que hubiera comenzando el profesorado para comenzar a dar clases -aunque ya hubiera terminado de cursar la carrera-, que no era casual que se proyectara siendo docente en Provincia y participando políticamente en determinado gremio –aunque los posibles caminos a seguir hubieran sido varios y muchos de ellos mucho más academicistas-, que no era casual. Empleo político del tiempo, consciencia de la politicidad del tiempo, asunción y reconocimiento de que somos responsables de lo que hacemos con nuestro tiempo y nuestras vidas y de cómo lo hacemos. Si una persona –docente-, al cabo de un cuatrimestre o año, logra construir estas reflexiones con los estudiantes –no alumnos- con los que comparte espacio áulico, puede darse por más que satisfecha. Es decir, la tarea docente sería restituida en su politicidad esencial, al mismo tiempo que las proyecciones y prácticas en relación con los estudiantes serían satisfactoriamente coherentes y no intimidatoriamente esquizofrénicas. Porque es esquizofrénico hablar sobre motivar el pensar o la construcción de pensamiento crítico de alumnos. Si se los piensa como alumnos, si ya se los piensa como alumnos, ¿qué pensamiento crítico puede construirse, qué invitación al pensar puede efectuarse?
Con lo agradable y hermoso que es recibir invitaciones o convides.

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